Homo agitatus.

¿por qué ya no sabemos estarnos quietos?

Ya es casi un tópico decir que vivimos tiempos frenéticos y turbulentos, que no tenemos tiempo… Una época en la que nadie parece ser capaz de detenerse para disfrutar del valor de no estar haciendo nada provechoso. La dedicación del tiempo a la pura contemplación, considerado por Aristóteles el pilar del progreso humano y del bienestar personal, parece haberse esfumado por completo.

Hoy, el filósofo heleno se tiraría de los pelos. Y con la pandemia –si bien ya sucedía antes– la jornada laboral nos acompaña más allá del tiempo que establecen nuestros contratos de trabajo.

En España, este fenómeno impacta en la vida del 54 por ciento de los trabajadores del país, según se publicó en la ‘Guía del mercado laboral 2021’, elaborada por Hays.

¿Acaso hemos perdido la capacidad para disfrutar no haciendo nada? ¿Seguimos siendo incapaces de detenernos, incluso cuando nos encontramos en tiempo de ocio? ¿Por qué?

LA IMPORTANCIA DE LA QUIETUD

La dedicación del tiempo a la pura contemplación, considerado por Aristóteles el pilar del progreso humano y del bienestar personal, parece haberse esfumado por completo.

Dos posturas se siguen enfrentando desde el mismo día en que los primeros Homo sapiens comenzaron a tener conciencia de sí mismos. ¿El deber, modelado mediante el trabajo, determina nuestra condición humana o, por el contrario, es el ocio vinculado a la libertad el que anima nuestra naturaleza? Es decir, ¿estar ocupados u ociosos es un accidente o un rasgo inseparable de nuestro ser?

El pensamiento, en efecto, parece haber surgido del cultivo de la quietud, al igual que todas las revoluciones y los cambios técnicos, científicos y políticos. En su mayoría, los filósofos griegos fueron adinerados contempladores de la realidad que se podían permitir una dedicación a otras tareas –como el estudio– que no fueran las labores imprescindibles para la supervivencia.

Por eso, nuestra palabra ‘ocio’ está directamente emparentada con contemplar, pensar, estudiar y detenerse, considerados desde el inicio de nuestras civilizaciones como un capricho o un motivo de sospecha: ya sea por vagancia o por riesgo de subversión.

Basta observar cómo las principales revoluciones políticas occidentales –como la Revolución francesa, la guerra de Independencia de Estados Unidos o la Revolución rusa– surgen tras la discusión y asociación de intelectuales y burgueses que espolean a las masas agotadas por la necesidad.

De alguna manera, los teóricos marxistas continúan la tradición clásica al rechazar el trabajo repetitivo y alienante. En su caso, en vez de repudiarlo prometieron una transformación distendida hasta la llegada de una suerte de paraíso socialista; para otros pensadores, como Alexandr Herzen o León Tolstói, este no tenía ningún viso de llegar a producirse.

Para ellos, de hecho, el equilibrio entre el trabajo y el ocio era la solución, llamando a una mejora activa de las condiciones laborales de campesinos y obreros. Por eso mismo desconfiaban de quienes no dedicaban parte de su vida a las tareas rudas, como era habitual en el caso de científicos, escritores, funcionarios o predicadores de la erudición.

VAMOS MAL

Esta última postura, en realidad, es la misma que se ha desarrollado tras el final de las dos guerras mundiales: una mejora paulatina de las condiciones laborales y salariales que permita un tiempo suficiente para el ocio. No obstante, esta distensión también tiene críticas: según el sociólogo australiano Rob Lynch, “la gente utiliza el ocio solo para gastar”. Las palabras de Lynch han causado, desde entonces, una avalancha de adhesiones a su preocupación.

Según muchos expertos, con el paso de los años la situación ha empeorado: más allá de los dilemas laborales, también estamos ‘trabajando’ cuando nos sumergimos, por ejemplo, en las redes sociales. Según el estudio elaborado por IAB Spain en 2020, la aplicación de mensajería WhatsApp se ‘llevó’ 103 minutos de nuestra vida diaria, cifra respecto a la cual se colocarían muy cerca Twitch y YouTube.

En nuestro tiempo de ocio, por tanto, seguimos consumiendo; y no solo de forma presencial, sino también a distancia, pues, además de para nuestra empresa, trabajamos hoy también para las propias redes sociales.

Opinión similar mantiene uno de los principales filósofos de nuestro siglo, el alemán Markus Gabriel, quien sostiene: “Consumimos como locos” y “regresaremos a un ritmo más lento”, ya que “no podremos más” en la vida acelerada que soportamos.

Incide también en ello Byung-Chul Han. En ‘La desaparición de los rituales’, el pensador coreano afirma que la conversión de la producción en un valor absoluto está desritualizando aceleradamente a la sociedad, lo que significa que, según perdemos los momentos de calma, descanso y ocio contemplativo, nos alienamos más a nosotros mismos.

Estos fenómenos no son solo teóricos: se han convertido en uno de los principales focos de patologías a los que se enfrentan sanitarios y psicólogos. La ansiedad ha aumentado en un 26 por ciento según The Lancet, mientras que la depresión –como consecuencia del estrés crónico y disparada por el periodo pandémico– aumentó en un 28 por ciento.

La conversión de la producción en un valor absoluto está desritualizando aceleradamente a la sociedad. Según perdemos los momentos de calma, descanso y ocio contemplativo, nos alienamos más

Esta postura, sin embargo, no es la única. Desde la publicación, en 1938, del ensayo de Johan Huizinga Homo ludens, son numerosos los estudios que inciden en que una parte trascendental de la naturaleza humana consiste en ‘jugar’: realizar actividades distendidas que nos relacionen entre sí y nos preparen ante los desafíos por venir. No solo resulta común entre los niños y los animales superiores: también las personas adultas jugamos, aunque no nos demos cuenta.

Según este enfoque, gran parte de las actividades que vertebran el trabajo se sostienen en esta necesidad, lo que podría explicar la disonancia entre el exceso de trabajo y su ausencia y por qué no sabemos estar quietos (aunque lo necesitemos).

LA LECCIÓN DE LOS ESTOICOS

Algo más claro que nosotros parecían tenerlo los estoicos: aferrados al cultivo de la serenidad, la no acumulación de bienes innecesarios y la racionalización de las emociones y de los sucesos que soportamos día a día, su visión sobre la necesidad de calma es más que contundente.

Para los pensadores de esta escuela, una de las claves para ser feliz consiste en mantener el equilibrio del espíritu, lo que incluye a nuestra mente; para ello, un peaje imprescindible es pensar sobre aquello nos sucede. Sin embargo, para poder pensar es necesario huir del bullicio.

“Recógete en ti mismo. El guía interior de la razón puede, por naturaleza, bastarse a sí mismo practicando la justicia y, por ello mismo, conservando la calma”, aconsejaba el emperador romano Marco Aurelio en Meditaciones. Sea como fuere, para vivir también parece imprescindible saber prescindir.

(*) Filósofo natural, escritor, crítico literario y periodista cultural, columnista habitual en diversos medios de comunicación españoles e internacionales. Asimismo, conduce los programas de radio sobre ciencia, tecnología y filosofía. Tiene dos libros publicados: ‘Tierra de nadie’ y ‘Hablar despacio’.

(**) Ethic es un ecosistema de conocimiento para el cambio desde el que analizamos las últimas tendencias globales a través de una apuesta por la calidad informativa y bajo una premisa editorial irrenunciable: el progreso sin humanismo no es realmente progreso.

No se lo inventó, más bien lo captó, pero el autor del libro Elogio de la lentitud (2004), Carl Honoré –periodista nacido en Escocia, pero nacionalizado canadiense– se ha convertido en el gran gurú de la filosofía slow, un movimiento que, a partir del principio de ‘vive un poco más lento para que puedas disfrutar de lo que estás haciendo, viviendo y aprendiendo’, ha venido copando distintos ámbitos y captando cada vez más adeptos en distintos sectores de nuestra sociedad, como la educación, la moda, la comida o la tecnología.

No se trata de echarse en una cama y no hacer nada, como mal podría entender alguien, se trata de observar atentamente lo que se hace, disfrutarlo, desmenuzarlo, entenderlo y hacerlo mejor, dice Honoré, quien fue corresponsal internacional de diferentes medios.

Su epifanía vino el día que se compró un libro para leerle cuentos para dormir a su hijo en un minuto: ‘¿qué estoy haciendo?’, se preguntó.

“El movimiento slow no busca hacerlo todo al paso de la tortuga, sino que se basa en hacer las cosas con el ritmo adecuado en cada momento”, puntualiza este gurú. Vivimos en un mundo donde la prisa es la norma, una conducta sinónimo de estatus, pero la prisa, como sabemos, casi nunca es buena consejera, señala Honoré.

Los hábitos basados en la velocidad suponen, continúa el autor, un “gran sacrificio” en términos de salud, relaciones afectivas, creatividad y productividad en el trabajo…”. Y por eso conviene corregir esta manera de ver y vivir la vida.

El primer sector en el que se popularizó esta filosofía fue el de la gastronomía, por la clara dicotomía entre la comida rápida y la lenta.

La primera, explica Honoré, se caracteriza por su “bajo valor nutritivo”, por ser “perjudicial” para la salud y para el medio ambiente y por aportar un placer “superficial”; mientras que la cocina slow representa la calidad, salud y disfrute.

Luego pasó a la moda, con el slow fashion, muy popular entre quienes comprenden los enormes costos ambientales de la moda de ‘consumir y botar’, y quienes piensan la ropa que se compran y ponen desde una perspectiva de sustentabilidad y responsabilidad social con los pequeños productores.

También está el movimiento Cittaslow, que propugna calmar el ajetreo cotidiano, procurar levantarse de la cama respetando los ritmos naturales del sueño y hacer el grueso de nuestras actividades de forma calmada, tranquila y sin apuros. Se cruza un poco con el slow living y con otras variantes que tienen todas en común lo siguiente: ¿tiene algún sentido correr tanto, todo el tiempo, sin apreciar, entender y disfrutar lo que haces?

Fuente: El tiempo.com

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